Señor, creo, pero aumenta mi fe

¿Te has preguntado alguna vez qué pasaría si mañana no saliera el sol? Sería, por decir poco, una situación absolutamente trágica, pues el sol es el principio de vida en la tierra. Piénsalo bien… La tierra se quedaría envuelta en una oscuridad total y nada podríamos hacer, ni siquiera con la luz eléctrica. Las plantas pronto se morirían, ya que necesitan el sol para el proceso de fotosíntesis. A consecuencia, aunque no sea inmediatamente, los organismos que necesitan oxígeno para respirar –sí, también los hombres– morirían. Además, la Tierra se iría enfriando poco a poco y el frío llegaría a ser tan extremo que se congelarían los océanos y toda el agua del planeta, haciendo casi imposible la vida. Y todo eso se quedaría en nada si consideramos también que, sin la fuerza de la gravedad del sol — que mantiene la Tierra en perfecta órbita y armonía con los demás planetas en el sistema solar— la Tierra saldría disparada hacia cualquier dirección del espacio exterior a 30 km/s. Los resultados de esta «excursión» no serían muy positivos.

Pues bien, no es difícil entender que el sol es absolutamente necesario para que haya vida en la tierra; pero, aún más necesario que el sol para la vida natural, es la Eucaristía para nuestra vida espiritual. Sí, la Eucaristía es fuente de vida, porque es la presencia viva y real de Cristo entre nosotros. Y así como nos podemos acostumbrar a ver el sol sin darle mayor importancia, también nos podemos acostumbrar a la Eucaristía, y perder el asombro que siempre tendría que llenar nuestro corazón al pensar que el Señor nos ha amado hasta tal extremo.

De hecho, nuestra vida natural, antes o después, llegará a su fin, pero el Señor nos quiere regalar la vida eterna, y nos la regala precisamente a través de la Eucaristía. A través de la Eucaristía el Señor continúa su obra de redención. A través de la Eucaristía, nos redime, es decir, nos aplica los méritos de su pasión, muerte y resurrección. De esta manera, la Eucaristía nos transforma, nos purifica, nos da vida verdadera y nos mantiene en la fidelidad.

¿Nos creemos esto realmente? Y si lo creemos, ¿por qué nos hemos acostumbrado a vivir como algo natural el milagro más grande que el Señor nos dejó? ¿Por qué damos tanta importancia a la salud y dejamos la Eucaristía como algo secundario, si no la despreciamos o somos totalmente indiferentes?

Durante toda la historia de la Iglesia, ha habido, desgraciadamente, momentos en los que la fe del pueblo ha flaqueado, pero el Señor siempre acude en nuestra ayuda si se lo pedimos con fe. Ahora que nos estamos acercando a la gran solemnidad del Corpus Christi, queremos compartir con vosotros dos milagros eucarísticos en los que se ve claramente la fuerza de este sacramento en el cual Jesús está vivo y sigue actuando y cómo el Señor es el Dueño de la historia y siempre puede sacar grandes bienes de aparentes fracasos, debilidades o tragedias.

En el año 1263, el Padre Pedro de Praga, Bohemia, estaba atormentado por dudas sobre el misterio de la Transustanciación, es decir, el misterio de la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote durante la Santa Misa. Acudió así en peregrinación a Roma para pedir sobre la tumba de San Pedro la gracia de una fe fuerte.

A su regreso, se paró en Bolsena, para celebrar la Misa en la cripta de santa Cristina, una joven mártir de su devoción. Durante la Misa, mientras dividía la Hostia santa después de la consagración, vio el corporal lleno de sangre que brotaba de las sagradas especies. 

Asombrado y aturdido por tan gran prodigio, con la esperanza de ocultar a los presentes lo sucedido y con el deseo de pedir ayuda y explicación a la competente autoridad, resolvió suspender la celebración de la Santa Misa. Y recogidas las sagradas especies en paños sagrados, corrió a la Sacristía, sin reparar que, en el trayecto, algunas gotas de la preciosísima Sangre habían caído sobre el mármol del pavimento.

La noticia del milagro se difundió inmediatamente, y tanto el papa Urbano IV como santo Tomás de Aquino pudieron verificar el milagro. Después de un atento examen, el Papa no solo aprobó su autenticidad, sino también decidió que el Santísimo Cuerpo del Señor fuese adorado a través de una fiesta particular y exclusiva. Así es cómo se estableció la fiesta del Corpus Christi. Gracias a este milagro, el Señor fortificó la fe de este sacerdote y también de toda la Iglesia.

El siguiente milagro tiene que ver con lo que el Señor puede hacer cuando tenemos una verdadera fe en que Él lo puede todo. El 31 de enero de 1906, los habitantes de una pequeñísima isla del Pacífico sintieron un fuerte terremoto que duró alrededor de 10 minutos. Entonces, todo el pueblo corrió a la iglesia para suplicar al párroco que organizara una procesión con el Santísimo Sacramento. Mientras tanto, el mar avanzaba, habiendo ya cubierto cerca de un kilómetro y medio del litoral, con la amenaza de formar una inmensa ola. El sacerdote, atemorizado, consumió todas las Hostias consagradas de la píxide y conservó sólo la Hostia Magna. Luego, dirigiéndose al pueblo, exclamó: «¡Vamos, hijos míos, vamos todos a la playa y que Dios tenga piedad de nosotros!». Sintiéndose seguros ante la presencia de Jesús Eucaristía, todos marcharon entre llantos y aclamaciones a Dios.

Cuando el padre Larrondo llegó a la playa, bajó valientemente a la orilla con la custodia en la mano. En el momento en que la ola estaba llegado, alzó con mano firme y con el corazón colmado de fe la Hostia consagrada y ante todos trazó el signo de la cruz. Fue un momento de altísima solemnidad. La ola siguió avanzando pero antes de que el sacerdote pudiera darse cuenta, la población, conmovida y maravillada gritó: «¡Milagro, milagro!». En efecto, como si hubiera sido detenida por una fuerza invisible y superior a la naturaleza, la potente ola que amenazaba con borrar de la tierra al pueblo de Tumaco había iniciado su retroceso, mientras el mar regresaba a su nivel normal. Los habitantes de Tumaco, en medio de la euforia y la alegría por haber sido salvados de la muerte gracias a Jesús Sacramentado, daban muestras de ferviente gratitud. 

El Señor nos ha dicho: «No os dejaré solos. Yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo», y «Todo es posible para el que tiene fe». Acudamos a Él, que es fuente inagotable, el único que puede saciar nuestra sed más profunda. Está deseando derramarse en nuestros corazones. ¿Vas a seguir ignorando su llamada? 


Hna.MrmyCe

¡Hola! Soy la Hna. Mariam Samino y soy Sierva del Hogar de la Madre desde el año 2011. Soy la mayor de seis hermanos. Mis padres siempre nos han educado en la fe, aunque desde que era muy pequeña yo prefería las cosas del mundo y me aburría rezar. Durante la adolescencia, me rebelé contra Dios porque me parecía que para Él todo lo que yo quería hacer estaba mal: yo solo quería ser como todo el mundo, así que opté por hacer mi vida prescindiendo de Él. Cuando tenía 18 años, tuve un encuentro personal con Jesús en el que experimenté su misericordia y que me había estado esperando. No puedo dejar de darle gracias por todo lo que ha hecho en mi vida y espero que mi unión con Él se vaya intensificando cada día.

Soy la Hna. Cecilia Boccardo. Cuando era pequeña tenía una gran sensibilidad a las cosas de Dios, pero con los años llegué a creer que Dios estaba muy lejos de mí, hasta que experimenté su amor personal, cuando tenía 14 años. Esto me marcó tan profundamente que desde entonces jamás pude dudar de Él ni de su amor. Esta sed de Dios fue aumentando en mí hasta comprender que me llamaba a responder a su amor con una donación total. Aun así, seguía viviendo una «doble vida» hasta que conocí el Hogar de la Madre en la Universidad, y entendí que había encontrado mi familia, mi camino para llegar al Cielo. Entré en el año 2008 y solo puedo dar gracias al Señor y a Nuestra Madre por haberme elegido y sostenido siempre.