Como superé mi adicción al móvil

Empezaré por el principio. Nací en una familia católica practicante, y mi padre se aseguraba de que fuéramos a la iglesia todos los sábados. Bueno, por aquel entonces más bien nos arrastraba, ya que pensábamos que la Misa era aburrida y una pérdida de tiempo. Yo fui la primera de las tres hermanas en nacer. Fui a un colegio católico que nos permitió aprender sobre los evangelios y la vida de Jesús. Siempre tuve amor a la Biblia, y sabía que siempre había más de lo que veía. Me gustaban especialmente las parábolas, la variedad que había y las lecciones que contenían. Como descubriría después, yo misma iba a vivir una de mis parábolas favoritas: la historia del hijo pródigo.

Aunque mis padres eran los dos católicos, no nos dieron muchas lecciones ni se hablaba mucho de ello en casa. Por ejemplo, la Virgen nunca fue mencionada y, aunque teníamos rosarios por la casa, nunca me enseñaron a usar uno, ni siquiera me hablaron de su existencia. Todo lo que sabía de María es que era la madre de Dios, y eso era todo. Hablar de Jesús se reducía a lo mínimo, probablemente porque yo nunca hacía preguntas. Además de leer la Biblia, no busqué más sobre Jesús. Pensaba que el mundo era todo lo que había, y vivir con una creencia complaciente solo hacía de Jesús un pequeño extra. 

Crecí siendo la más lista de la clase, siendo la primera hija y, por tanto, la mayor y la más sabia, y todos mis amigos me admiraban. Al menos eso es lo que yo pensaba. Una gran parte de mi infancia estuvo marcada por haber sido emparejada por los profesores como amiga de una de las peores estudiantes de la clase. La idea era que mi inteligencia y comportamiento se le contagiaran también a ella, para que así fuese más fácil enseñarle. Para los que no lo sepáis, la idea es buena en teoría ¡pero nunca funciona en la práctica! Así que, al arrastrarme para que estuviéramos solas jugando, me fui separando poco a poco de mis amigos, y por miedo a meterme en problemas con los profesores, no intenté recuperarlos. Mi madre era vagamente consciente de ello y me dijo que me mantuviera alejada de ella. ¡Es más fácil decirlo que hacerlo! Así que mentí a mi madre y oculté mi dolor para no tener problemas también con ella. Este ocultamiento y miedo a la libertad es lo que definió gran parte de mi vida, incluso cuando llegué al instituto. Pensé que me libraría de esta amiga, y por lo tanto del dolor, pero los problemas no pararon, solo cambiaron. 

¿Recuerdas cuando dije que era la más lista de la clase? Pensaba que ser buena en el colegio y ser la mejor en todo era lo más importante de mi vida, pensaba que tenía mucho éxito. El mundo se revolvió a mi alrededor. Era una buena persona, hasta la médula, así que todo lo que pensaba o hacía era bueno. Todo el mundo debe ver solo las partes buenas de mí, y lo malo que hay en mí no existe o debe ser escondido y olvidado. Pensaba que era la más madura, la mejor de mi familia, que siempre merecí algo mejor y como lo veía todo a través de mis propios ojos, entonces el mundo solo consistía en mí. A través de esta forma de pensamiento egoísta y egocéntrica, empecé a alejarme poco a poco de Jesús, hasta que aprendí que el mundo no fue creado por Dios sino por el Big Bang, esta fue la gota que colmó el vaso. Tenía sentido para mí y para mi mente materialista. Inconscientemente dejé de creer en Dios, y ya hacía tiempo que había dejado de leer la Biblia. Como me había puesto en un pedestal sobre todo lo demás, mi mente la ocupaba completa y totalmente yo. Lo que descubrí más tarde es que nunca había estado sola y, aunque yo había abandonado a Jesús, Él nunca me había abandonado. 

Como me había separado de mis amigos y veía que mi familia solo quería a mi «yo bueno», yo pensaba que no recibía mucho amor. Pensaba que nadie podía quererme totalmente, ya que nadie podía ver en mi interior y ver mi yo real, sufriente y escondido. Estaba desesperadamente sola. La fachada que puse solo me puso en negación de mi alma, que luchaba por la verdad y el amor. Estaba cubriendo mi sufrimiento. No todo estaba bien. Cuando estaba en 6º de primaria nos llevaron de excursión a Esker, en Athenry, Irlanda, para tener unas convivencias. Las actividades eran divertidas y el ambiente radiante y pacífico. Me separaron de mi amiga tóxica, y por primera vez en lo que me parecían siglos, realmente me divertí. Los trabajadores de allí, que llevaban las actividades, tenían amplias sonrisas y ojos brillantes. Una parte de mí se preguntaba: «Cómo puede ser la gente tan feliz?» Más tarde fuimos a un paseo por el bosque. Era un día precioso de primavera, con cielo azul y el sol calentando. Una brisa fresca me pasó por la cara. El suave susurro de las hojas provocó un suspiro silencioso mientras mis pasos caminaban suavemente por el suelo del bosque, acolchado de hojas. Todos caminaban por delante mientras yo me quedaba rezagada, hasta que me quedé felizmente sola sin el caos de los demás. Todo era bonito, pero había algo más. Sentía paz en mi corazón. Nunca había sentido la paz como en ese bosque. Tuve una sensación de belleza, y la paz y la felicidad vinieron a mí mientras caminaba. Pero no me sentía sola. Sentía que, para hacer un lugar tan hermoso, tenía que haber alguien hermoso allí conmigo, Alguien a quien no podía ver, pero cuya presencia podía sentir conmigo. En ese momento no podía darme cuenta, pero ese Alguien era Jesús. 

Aunque Esker dejó un recuerdo bonito y vivo en mi memoria, mi creencia en Dios se reducía lentamente a nada. A los 14 años llegué al hecho de que era atea. Encontré nuevos amigos en el instituto, y todavía seguía siendo la mejor de la clase, lo que solo alimentó mi ensimismamiento. Pero un mecanismo tan malo solo puede sostenerse por un tiempo. 

Como seguía sufriendo, sin saberlo, y después con conocimiento de ello, utilicé mi teléfono como vía de escape. Me evadía de mi terrible vida y, momentáneamente, me sumía en la dicha del olvido a través de la pantalla. Sin saberlo, poco a poco me había vuelto adicta al teléfono. Alrededor del año en que conseguí el teléfono estuve expuesta a ver pornografía en él. Era una gran fuente de evasión para mí, no solo porque me alejaba tanto de todo que podía olvidarme de mi vida durante un tiempo, sino que me daba dopamina, una especie de felicidad fantasma que estaba tan ausente de mi vida.  Una vez que me di cuenta de que esto me estaba afectando mucho mental y psicológicamente, rompí con ello, pero, debido a mi necesidad de evadirme, me había vuelto adicta hasta el punto de sufrir muchas recaídas tratando de escapar de ello.

Ese mismo año, el primero del instituto, tuvimos unas convivencias en el colegio que llevaban Gideons International, una asociación cristiana. Había un hombre que estaba hablando sobre experiencias de personas que, habiendo pasado por cosas horribles, habían podido recuperarse. El retiro no estaba centrado en espiritualidad en sí, sino en bienestar. Al final, nos dieron pequeñas Biblias de bolsillo que contenían el Nuevo Testamento, Salmos y Proverbios. Era la primera Biblia de verdad que tocaba. Me dije a mí misma que la leería. Pero no lo hice. La coloqué en una estantería de mi escritorio y me olvidé de ella. Poco podía imaginar que cambiaría mi vida, aunque muchos años después. 

Después, en mi segundo año, llegó el confinamiento debido al Covid. Me separé de mis amigos durante un año completo. Estaba más que sola por entonces, y como hablar de mi sufrimiento sería una señal de debilidad, guardé todo en mi interior, que siempre hervía dolorosamente en mi corazón, día tras día. El mundo perdió su esplendor. Nada tenía sentido si toda la vida era solo sufrimiento. ¿Iba a sentirme siempre así? Empecé a estar nerviosa, llegando incluso a la ansiedad con todo. Suspendí exámenes importantes. No podía estudiar, no podía aprender. Utilizaba el teléfono cada vez con más frecuencia, en detrimento de mí misma y de mis hermanas, que querían estar conmigo. Seguía teniendo recaídas, y pensé que, cuando terminase el confinamiento, todos mis problemas desaparecerían. Pero no lo hicieron.

Terminó el confinamiento y empecé TY (en Irlanda tienen la opción de hacer un año que llaman «de transición» a los 15 años, entre un curso y otro), porque había oído que era divertido. ¿Quizás encontraría felicidad ahí? A mitad de ese curso, mi ansiedad era tal que pensé que me estaba volviendo loca. Empecé a pensar en todas las enfermedades mentales que podría tener, desde Trastorno obsesivo compulsivo hasta esquizofrenia, y estaba muerta de miedo. Lo que no ayudó fue que mi teléfono solo acentuó este miedo, dándole a mi mente más alimento para tener miedo. El mundo parecía retroceder, y yo no encontraba felicidad ni dicha en el mundo. Tuve otra recaída. Por entonces ya sabía que era adicta y ahora no tenía escapatoria para mi ansiedad siempre creciente. Nunca llegué a plantearme seriamente el suicidio, pero sí que lo contemplé. Pensé que ahí encontraría paz, en la oscuridad después de la muerte. En ese momento de mi vida, estaba yo, mí, me, conmigo. Para mí la vida era solo sufrimiento, y la paz solo una ilusión, un truco mental. La esperanza en mí se atenuó tanto que era casi inexistente. Pero ahí estaba. Era algo que me mantenía viva, que me hacía seguir adelante, día tras día. Y había una pequeña parte de mí, en lo más profundo de mi ser, que aún esperaba otra paz que no fuera la muerte; que esperaba el amor.

No mucho tiempo después, intenté separarme del teléfono y busqué en mi escritorio algo que me mantuviese ocupada momentáneamente. Y, entonces, encontré la pequeña Biblia que me habían dado los de Gideons. Recuerdo que quería leerla. «¿Por qué no?», pensé, y empecé a leerla. Según iba leyendo, más y más, a lo largo de las semanas, me fui dando cuenta de que tenía sentido, que la Biblia me daba entonces un sentido para vivir. Y las palabras estaban adobadas, encapsuladas por la promesa del amor. Mi primer fuego por la palabra de Dios volvió y durante algunas semanas mi vida tenía sentido, un breve respiro al sufrimiento. Esto era lo más importante. Aunque no entendía todo, veía en la Palabra de Dios una promesa de amor, y Jesús, que en mi oscuridad parecía un faro de luz. Al principio no me era fácil creer, era solo un pensamiento. Después ese pensamiento se convirtió en idea. La idea provocó una búsqueda. Primero busqué otras ideas, otras religiones. Luego pensé que tendría que existir un creador de todo y después supe que ese creador era Dios. Declaré mi creencia en Dios y en la iglesia, donde todavía íbamos todos los sábados. Me sentía extraña: en mi mente todavía no era feliz, ya que todavía no había comprobado que esa creencia era buena, pero mi corazón y mi pecho estaban tan llenos de alegría que pensaba que iba a estallar. Mi alma entonces se llenó de alegría, ¡se regocijó por volver a la luz!

Pero no todo fue tan fácil, no fue el fin de mis problemas. El demonio me tenía todavía entre sus garras y aprovechó su oportunidad cuando llegué al final de los Evangelios y dejé de leer la Biblia. Nunca dejé de usar mi teléfono, pero la breve separación que tuve de él hizo que sintiera síndrome de abstinencia, por lo que mi consumo aumentó. Volví a tener una recaída, la más larga y peor hasta el momento. Empecé otra vez a sufrir, en silencio. Mi alma, agitada antes por la esperanza, se empezó a rebelar. Ya no encontraba cómo evadirme en mis adicciones y fantasías, solo dolor. El espíritu quería que me apartara de las cosas malas mostrándome lo inútiles y pecaminosas que eran. Intenté liberarme de esto, pero cada vez que lo intentaba caía más en la miseria. Inevitablemente era un momento en el que las fuerzas del bien y del mal lucharían en mi interior por un vencedor y la lucha sería encarnizada. Encontré de nuevo esa pequeña Biblia, enterrada bajo libros y papeles. Y de la nada, la esperanza volvió a encenderse intensamente en mí, convirtiéndose en cólera creciente hacia el enemigo. ¡Si leía la Palabra de Dios, tendría el poder de mantener al enemigo a raya como había hecho en esas semanas en las que redescubrí la Biblia!

Me tumbé con la Biblia y empecé a leer donde me había quedado, en los Hechos de los Apóstoles. El teléfono estaba en la estantería al lado de mi cama. Empecé a leer, pero era muy difícil. Mis pensamientos estaban todos en el teléfono y me empujaban a cogerlo, a usarlo, a mirar algo y olvidarme de Jesús. Sujeté la Biblia muy fuerte entre mis manos, por miedo a soltarla o lanzarla. El deseo de mirar el teléfono había crecido tanto que estaba resistiendo físicamente con todo mi cuerpo para no escuchar ese deseo. Todos los músculos de mi cuerpo estaban en tensión, estaba rígida como una tabla, y mi mandíbula estaba tan apretada que mis dientes rechinaban uno contra el otro del esfuerzo. El corazón me latía con fuerza en los oídos y mi mente estaba tan tensa que sentía en mis oídos algo parecido a un grito, pero era el palpitar de mi corazón. Tenía que forzar la vista para leer cada palabra, y cada frase suponía un esfuerzo monumental. Todo el tiempo había algo que me empujaba hasta mis límites para seguir leyendo, para seguir adelante, porque si dejaba de mirar la página un segundo, no sería capaz de volver a hacerlo... Y en mi cabeza había un tira y afloja. Me imaginé a mí misma en el medio; la oscuridad, lo conocido, tirando fuertemente de mí para un lado, y la luz, la esperanza, lo desconocido, tirando de mí para el otro. Había tomado una decisión. Podía dejarme arrastrar por la oscuridad o acercarme cada vez más a la luz con cada palabra que me obligaba a leer. Según leía, mi mente empezó a enfocarse en lo que estaba realmente leyendo. La historia ganó mi atención hasta que me encontré totalmente inmersa en lo que los discípulos estaban haciendo y cómo iban difundiendo la palabra de Dios, incluso en detrimento propio. Al cabo de un rato noté que me había tranquilizado. Mi cuerpo ya no estaba tenso sino relajado. Mi mente estaba calmada y totalmente centrada en la historia. Para mi sorpresa, en ese momento el deseo por el móvil había disminuido hasta tal punto de ya no querer volver a cogerlo. Y sentí algo que no había sentido en mucho tiempo: paz. Era poca, tranquila, pero prometía que, si seguía a Jesús, encontraría más paz y vencería al diablo. Todo lo que tenía que hacer era seguir la luz. Me deleité con la sensación de esperanza que tenía y seguí leyendo. 

Este glorioso momento fue realmente el principio de algo grande y, como mi alma hambrienta había recibido una promesa de paz, estaba más determinada que nunca a seguir la luz en mi vida. No sabía casi nada sobre mi fe, aparte de que quería crecer en ella. Esto marcó el fin de mi última recaída. Sin embargo, seguía utilizando mucho el móvil y seguía viendo contenido sexual y pecaminoso. Pensé que mi móvil y mi fe podrían coexistir y no hice nada para cambiar esta situación. 

Entonces tuve un sueño. Fue durante el verano, cuando el aire era caliente y asfixiante y conducía a sueños incómodos. Me olvidé de abrir la ventana por la noche y me fui a dormir. Y tuve una pesadilla sobre Satanás. Era una imagen borrosa de una cabeza roja, sangrienta, con cuernos pequeños y curvados que sobresalían de su cabeza carnosa. Los ojos, anchos y sin pestañear, eran de color amarillo pus, sin iris ni pupila. Me miraban directamente a mí. No tenía boca, pero donde debería haber estado su boca había una escritura blanca y dentada, bordeada de un rojo brillante, narrada por una voz gutural y podrida, y era una sola palabra: SATÁN. Me desperté. La imagen seguía clavada en mi mente y sentí tanto miedo, como nunca antes había sentido. Era un miedo primario, que se apoderaba de mi cuerpo y de mi mente. Corrí del lugar en el que le había visto y me fui al baño temblando de miedo, con la pesadilla fresca en mi mente. Después de unos minutos de aire fresco, recuperé mis sentidos: «¿Por qué tengo tanto miedo? Era solo un sueño», me pregunté. Una parte de mí sabía que no era solo un sueño. Era un aviso. Volvería al demonio si seguía usando el teléfono. Era claro y obvio, y no me llevó mucho tiempo darme cuenta de ello. Esa noche me propuse deshacerme del teléfono de una vez por todas. 

Era el principio de 5º año (1º Bachillerato en España) y estaba descubriendo que perder el teléfono era casi imposible. Lo llevaba a todas partes conmigo, así que la separación no era una opción. Estaba simplemente demasiado unida a él. Había llegado a ser literalmente una parte de mi vida, tan necesaria para mí, que no podía, con mis esfuerzos, deshacerme de él. Entonces se me ocurrió que, si no podía esconderlo, alguien podría hacerlo. Pensé en mi madre, tan comprensible de mis problemas. Ella era la única persona que podría ayudarme. Sabía que era la primera vez, quizás en toda mi vida, que le estaba revelando a alguien mi sufrimiento. No fue fácil. No fue fácil hablar con alguien sobre algo de tu vida que has escondido a propósito. Me sentí incómoda, tenía miedo. Pero le hablé sobre el teléfono. No todo, pero lo suficiente para que ella viese que era un problema. Después de eso, me sentí más ligera, feliz. Este fue el comienzo de mi ardiente camino para hablar y vivir siempre la verdad. 

Mi madre me escondió el teléfono para que no supiese dónde estaba y estuviese tentada de mirarlo. Mi padre me dio un Nokia viejo que usaba para mandar mensajes a mis amigos. Al principio fue muy, muy duro. Separarme del teléfono fue como si me cortasen el brazo derecho. Había llegado a ser parte de mi vida de tal manera que casi no podía funcionar sin él. Pero poco a poco recuperé mi vida. Me di cuenta de que los días me parecían mucho más largos, que tenía mucha más energía no desperdiciada en ansiedad. Me sentí feliz otra vez, después de mucho, mucho tiempo. Todo me encantaba y me hacía feliz. Una mañana tranquila, el cielo azul, la risa de mis hermanas, una sonrisa. Todas las cosas pequeñas mostraban su significado y había felicidad en todas ellas. Estaba viva, real y verdaderamente viva, y la vida me parecía muy bella y llena de esperanza. Empecé a recibir amor en lugar de rechazarlo. Mi familia estaba ahí para mí. Me querían. Estaba feliz, pero por poco. 

Después de tal tormenta y tanto sufrimiento, estaba perdida. Mi vida no tenía dirección. Toda mi visión del mundo había cambiado, pero ¿qué hacer ahora? Yo era un marinero náufrago en una isla desierta. Sobreviví a la tormenta, pero ¿y ahora qué?

Me sentía perdida, aunque intentaba cambiar a mejor. Empecé a aprovechar las oportunidades para ser mejor, tomar medidas para mejorar mi forma de ser y de ver el mundo. Y entonces, en noviembre de 2022, cuando vi un anuncio en el boletín de la parroquia de un retiro de Jóvenes2000, se despertó mi interés. Mis padres eran escépticos, pero yo tenía la sensación de que tenía que ir allí, no se trataba de si debía ir o no, sino que sabía que debía estar allí. Si alguna vez tuve una sensación de destino, fue esa. Todavía seguía buscando paz. Pensaba que, si iba a un retiro, como el de Esker, encontraría paz como la encontré allí. 

El primer día era un encuentro y saludo general, el ambiente era de amistad y acogedor. Estaba sorprendida de ver tanta gente de mi edad que tenía fe. ¡Pensaba que era la única! Me colé sin problemas y hablé con las monjas (que eran joviales y charlatanas, completamente alejadas de mis expectativas de mujeres solemnes recitando el rosario de la mañana a la noche) y con los sacerdotes, que eran muy acogedores y graciosos. Y estaba asombrada y emocionada de ver a gente tan increíble y fuerte en la fe. Pero eso también fue un problema. Todos parecían felices, como las personas que encontré en Esker, con sus grandes sonrisas. ¿Y yo qué era? Una extraña, «la chica nueva», que había hecho y dicho cosas malas. Había pecado y soñado con el demonio. Según yo, no era digna de llegar a ser como ellos, y pensé que nunca lo sería. Simplemente había pasado por demasiado mal como para ser buena. Y calladamente cambié a este estado mental de que no era digna de amor, de paz.

Al día siguiente fue la primera charla, sobre Jesús en la Eucaristía. Entré en la charla esperando aprender que Jesús, como soy mala, me tolera, me acepta, pero nada más. Y hubiese aceptado eso si lo hubiese escuchado. Pero en el lugar más escondido de mi corazón, había algo que quería ser amado. Miré a la estatua de Jesús y, en el otro lado de la habitación, la de María. ¿Podían ellos amarme? Y me senté a escuchar, sin esperar mucho. El sacerdote que daba la charla empezó con una frase: «Jesús te ama». Estaba atónita. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo podía alguien tan perfecto quererme? El sacerdote continuó y explicó cómo Jesús se sacrificó por nosotros, por mí. Murió en la cruz por mí, porque me ama. Quería cada parte de mí, sí, incluso las malas cosas. Él ama todo de mí. El veía las cosas malas en mí y me amaba a pesar de ellas. No, no a pesar de ellas sino con ellas. Si había cosas de mí que había que arreglar, Él se regocijaría aún más, ya que esto significaba que podía acercarme más a Él. Y esto era el verdadero amor. Por primera vez experimenté el amor verdadero. Seguía pensando: «No soy digna» pero quería ser digna. Él veía todas las cosas que estaban escondidas en mí. Y todavía me quería. Y me imaginé rayos de luz atravesando las paredes que había construido mentalmente a mi alrededor, y las paredes cayéndose. Si Jesús me quería a mí y a mi lado malo, ¿qué sentido tenía esconderlo más?

Y mi corazón se sintió contento, lleno de agradecimiento de que Jesús me amara tanto que había muerto por mí, por mis pecados. Y entonces me di cuenta de que nunca había estado sola. En un momento glorioso, se hizo tan obvio para mí que Él había estado allí todo el tiempo en mi vida, solo que yo no lo veía, estaba envuelta en mí misma. Él estaba ahí cuando yo estaba llorando sola; Él estaba ahí cuando fracasaba, una y otra vez, en mi intento de deshacerme del móvil, animándome a seguir adelante con una sonrisa alentadora. «Tú puedes -me imaginé que me decía-, sé que puedes hacerlo». Y esto me pareció tan bonito, tan sobrecogedor, que lloré silenciosamente mientras escuchaba cada bella palabra que decía el sacerdote sobre Jesús. Pasé el día, todavía abrumada por este conocimiento, zumbando de experimentar tanto amor en un momento. Después tuvimos confesiones y dije lo que pensaba que había hecho mal. Tenía miedo y decir la verdad fue incómodo, pero, cuando terminé, mi corazón estaba rebosante de alegría. Tenía ganas de saltar por el pasillo. Aunque poco después me di cuenta de que no había confesado todo. Me dije que lo diría en la siguiente confesión. Después tuvimos la ceremonia de sanación. Nunca había oído hablar de eso. Al ser bendecida con el Santísimo me sentí tan llena de belleza y majestad que me postré y di gracias porque, gracias a las canciones del coro, pude disimular mis sollozos. Era una mezcla de pena, de felicidad tan grande que uno tiene que dejarla salir, y de estar con Jesús y ser, tan, tan feliz. Al final de la ceremonia, me sentí plena, como que mi vida tenía sentido. Tenía que buscar a Jesús, dondequiera que fuese, en todo lo que hacía, y esta felicidad, esta alegría, se manifestaría en toda mi vida.

Después del retiro, me di cuenta de que estaba más calmada, más feliz. Todo tenía sentido. Intenté recordar del retiro cómo rezar el Rosario, y me compré uno. Rezaba más. Empecé a vivir en la verdad más que en la mentira. Empecé a vivir como si fuera digna. Pero todavía me inquietaba el hecho de que no había dicho todo en la confesión. Encontré sentido y dirección, pero ¿por dónde empezar? ¿Y qué era de María? ¿Hay algo más en ella también? En otras palabras: estaba sedienta de más. Para mi sorpresa había otro retiro de Jóvenes 2000 dos semanas después. Fui con mucho gusto, y esta vez con la actitud de «soy digna de ser amada». Escuché las charlas y empecé a poner a Jesús como cimiento de mi vida, a alejarme del pecado y volver a Jesús. Vi que confiar en Jesús era muy importante. Así que decidí darle mi vida, plena y completamente a Él. Dije en la Misa del segundo día:

«Jesús, tú me conoces más de lo que yo me conozco a mí misma. Sabes lo que necesito y sabes cómo cuidarme. He intentado guiar mi vida a mi manera. No necesito explicarte cómo fue. Pero si me condujiste a esta vida, también puedes conducirme a través de ella. Así que, Jesús, tú puedes preocuparte a partir de ahora y yo la viviré como Tú quieras que viva».

Y me imaginé ofreciendo mi ansiedad, mis penas, a Jesús. Y lo acertado de la decisión me llenó de esperanza en la vida que me tocó vivir. Fui a confesarme y esta vez dije todo. Y cuando salí mi corazón se sintió mucho más ligero, como si una roca se hubiera desprendido de él. Y sentí que si saltaba demasiado alto flotaría en el cielo. 

Hace poco aprendí que María es mi madre, que siempre me protege y me cuida, sin importar lo que haga. Ahora que me tiene entre sus brazos, el demonio nunca podrá llevarme de vuelta a la vida que estaba viviendo. Cuanto más tiempo paso en estos retiros, más me abro a Jesús; cuando rezo, más confío en Él, más paz llena mi alma. 

El amor no es un sentimiento sino una decisión, escuché en uno de estos retiros. Y cada vez que decido vivir como Jesús, más gracias llenan mi vida, transformándola lenta pero seguramente. Tengo todavía mucho que aprender, pero sé que este es el principio de un hermoso camino con Jesús. Sé que Jesús me ama incondicionalmente. Sé que María es mi madre, que me eleva a ser como Jesús. Y ahí está la paz que tanto deseaba; la paz que reside en una vida vivida con Jesús.

Elegí a Jesús y Él me dio una vida llena de amor y felicidad. Escoge a Jesús y Él te mostrará cosas más allá de tus más grandes sueños.

-Magda, Irlanda