Voy a empezar este artículo del mismo modo que Alice Von Hildebrand comienza el tercer capítulo de su libro El privilegio de ser mujer. Vivimos en un mundo loco en que se relativiza lo absoluto -el bien, la verdad, la belleza, Dios mismo- y, en cambio, se absolutiza lo relativo, ponderando el dinero, el poder, el éxito, el dominio, el placer, ser el number one. Una reflexión tomada de S. Kierkegaard es que, ciertamente, cada vez es más frecuente ver cómo se da más culto a ellos que a Dios o a las virtudes (aun las más humanas). Hoy es difícil encontrarse a alguien bueno, humilde o casto, que sea generoso, que ayude a los demás sin esperar nada a cambio, que sea capaz de renunciar a algo por otro. En épocas anteriores eran principios humanos que se vivían entre los mejores hombres, los auténticos caballeros, las verdaderas mujeres. No me voy a centrar en esta ocasión exclusivamente en las mujeres, sino que hablaré en general del hombre, para que juntos reflexionemos un poco antes de seguir entrando en materia en sucesivos artículos.
Y, ¿sabes qué? La maldad ciega. Sí, como lo oyes. Una vida inmoral va, por así decirlo, cerrando tu campo de visión, de forma que cada vez se distorsiona o, mejor dicho, se desvirtúa la realidad, se ve bajo un prisma que no es el correcto. Y eso es lo que está pasando. Hace años hubo una campaña en España en defensa del lince ibérico porque estaba en peligro de extinción; fue justo a la par de la aprobación de una nueva ley que avanzaba, daba un paso más en pro del aborto libre. ¡Qué absurdo! ¿Es que acaso no sabemos que un ser humano tiene mayor dignidad que un animal? Ciertamente, ya es lo más frecuente ver como un derecho de la mujer el aborto; se ha desvirtuado la realidad, es como si se hubiera descentrado el eje de coordenadas, de modo que ya uno no sabe ni dónde está el norte. Ahora ya no se pone la mirada en el ser más indefenso, sino en una mal pretendida libertad de la mujer. Pero es que resulta que no es una liberación para la mujer sino una grave ofensa contra su dignidad, contra su llamada más profunda, contra su feminidad, su ser mujer. El alma y el cuerpo de la mujer están hechos para dar vida, para acoger la vida, y es por esto que es un terrible crimen contra ella el aborto, porque supone herirla en lo más profundo de su ser, en lo más propio de su dignidad, en su maternidad.
Mi hermana Beatriz ha profundizado mucho en estos temas y los ha explicado en unos programas que ha grabado para HM Televisión. Recomiendo que los veas porque son una buena síntesis de esto que brevemente intento exponer (Un ancla en la tormenta: Vínculo entre feminidad y maternidad).
Volviendo al tema, Alice V. H. afirma con mucha autoridad que «el pecado oscureció la mente de nuestros primeros padres, debilitó su voluntad y distorsionó su juicio. La jerarquía de valores había sido trastocada, los logros de los varones fueron sobrevalorados. Se glorificó la fuerza física y la debilidad quedó denostada como prueba de inferioridad» Así, ella misma especifica que la fuerza y la virilidad van de la mano de la sobrevaloración de logros, hazañas y protagonismos; un hombre que triunfa por sí solo es causa de admiración. Pero ¿es acaso el éxito causa de grandeza? Ciertamente es común que el éxito despierte cierto sentimiento de admiración, deseo de imitación, de seguir sus pasos para llegar tan lejos como ellos. Pero ¿eso me va a hacer feliz realmente? ¿O va a imponer una enorme losa sobre mí? Muchos por intentar llegar a toda costa hasta el final de sus proyectos, al ver a los grandes famosos (actores, hombres de negocios, empresarios, etc), han renunciado a casi todo sin ningún escrúpulo, a veces incluso hasta su propia vida, su dignidad; pero, ¿puede uno renunciar a lo que es? Así llegan, muchas veces, las frustraciones, y muchos terminan en las drogas, en adicciones, incluso suicidándose. El punto está -lo remarca Alice Von Hildebrand- en preguntarse a cada paso: ¿de qué sirve esto para la eternidad? Es ahí donde el pecado nos ciega, no somos nada. El Miércoles de Ceniza se nos recuerda: «Polvo eres y en polvo te convertirás», de modo que lo que verdaderamente tiene valor y da grandeza a quiénes somos es aquello que nos da «puntos» para la vida eterna. Pues existe una ley de la gravedad espiritual. De ello habla S. Agustín, y en alguna ocasión también Sto. Tomas de Aquino. Aunque, personalmente, yo lo he encontrado en otro fabuloso libro de «teología para principiantes» que se llama Teología y Sensatez de F. J. Sheed. La cuestión es que esta ley la podríamos definir con el siguiente enunciado:
«Del mismo modo que un cuerpo, a menos que sea impedido, es arrastrado a su lugar por su propio peso o ingravidez, así también las almas, cuando el lazo de la carne por el cual eran retenidas en la condición de esta vida se disuelve, inmediatamente alcanzan su recompensa o castigo, a menos que algo intervenga».
¿Qué quiere decir esto? Que la verdad siempre se impone. Que no sirve de nada amontonar tesoros aquí, sino más bien liberarse de ellos, pues de alguna manera me «roban» el corazón y como decía también San Agustín: Amor meus pondus meum (Mi amor es mi peso), es decir, por el propio peso de mi amor estoy siendo arrastrado por esa ley de la gravedad espiritual, de modo que tan pronto como se rompa el lazo de unión del alma con mi cuerpo, este se verá lanzado al lugar que le corresponde, al lado de la balanza donde haya acumulado más peso. Vamos hacia arriba, hacia Dios, o hacia ti mismo, ser de la tierra y, por tanto, hacia abajo. Y lo más impactante de todo es que, como nos pille la muerte, así nos quedamos. Ya no habrá más oportunidades. La muerte es un fin de las oportunidades que Dios nos da para acoger o rechazar su gracia, y con ello la posibilidad de salvación, de alcanzar la vida eterna, la dicha eterna. Esto sería otro tema interesante para desarrollar en un artículo: ¿es el Cielo, la Vida Eterna un «eterno aburrimiento»? ¡Claro que no! En otra ocasión, si Dios quiere, lo veremos.
Soy la Hna. María Fra y, por gracia de Dios, Sierva del Hogar de la Madre desde el año 2016. Me esfuerzo además por ser «misionera de la Verdad». Soy la mayor de 4 estupendos hermanos, entre ellos, el que me sigue, ¡sacerdote! He crecido en una familia católica de las que van a misa los domingos y bendicen la mesa todos los días pero… un poco acomodada en el «buenismo», intentando a veces compaginar caminos opuestos y, sobre todo, sin luchar verdaderamente por la santidad. Ya sabes, sin descanso, dejándose uno la piel. Un buen día me encontré con la Verdad, ¡que tiene un nombre, es una persona: Cristo!, y la vida de la gracia. Un modo distinto de vivir y ver las cosas que dio un giro completo a mi realidad. Desde entonces soy feliz y eso es lo que quiero compartir contigo si estás dispuesto al reto. La felicidad tiene un precio: la lucha por mantenerse en la Verdad.